Judíos, israelitas, israelíes, no son sinónimos. La última de estas palabras es la más sencilla de explicar: israelí es el ciudadano del estado de Israel, cualquiera sea su religión u origen étnico. Las primeras dos, hoy significan lo mismo: ser judío es ser parte del pueblo de Israel y pertenecer al pueblo de Israel es ser judío. Pero no siempre fue así.
El patriarca Jacob, que recibe el nombre de Israel, fue padre de una hija, Dina, y doce hijos: Rubén, Shimón, Leví, Yehudá, Dan, Naftalí, Gad, Asher, Isasjar, Zevulún, Yosef y Binyamín. Yosef no tendrá una tribu a su nombre sino a nombre de sus dos hijos, Efraim y Menashé. Leví, si bien se mantiene como tribu, se ocupará exclusivamente del culto y no tendrá territorio propio, por lo que las tribus que se establecen en Canaán siguen siendo doce: Rubén, Shimón, Yehudá, Dan, Naftalí, Gad, Asher, Isasjar, Zevulún, Efraim, Menashé y Binyamín. Los hijos de Israel eran todos israelitas.
Al conquistar la Tierra Prometida, cada tribu recibe su ubicación por sorteo, y un territorio proporcional a la cantidad de habitantes. Saúl, David y Salomón son los tres reyes del reino de Israel. Tras la muerte de Salomón, en el 930 a.e.c. el país de divide en dos. Yehudá y Binyamín establecen el reino de Yehudá (Judá) en el Sur y las diez tribus del Norte conforman el reino de Israel. Los asirios atacan y destruyen el reino de Israel, en el año 720 a.e.c. deportando a las diez tribus del Norte, las que pierden su identidad y desaparecen. (Las diez tribus perdidas son un recordatorio empírico de que nacer judío no basta para ser judío. Las tribus del Norte se perdieron, no como se pierde un diamante en la arena sino como se pierde una gota de vino en el mar. Simplemente, se asimilaron). Durante la coexistencia de ambos reinos, los del Norte eran israelitas y los del Sur eran yehudim, judíos. Pero con la desaparición de las diez tribus, el remanente comienza a identificarse como pueblo judío.
Pero ¿quién es Yehudá? ¿A quién le debemos nuestro apelativo nacional? Yehudá es el cuarto hijo de Jacob y Lea. Al ser de los mayores, está muy involucrado en el incidente de odio entre hermanos y es el que propone la venta de Yosef. El capítulo 38 de Bereshit nos cuenta que después de este suceso, Yehudá contrae matrimonio con una mujer cananea de quien tiene tres hijos. El mayor, Er, se casa con una joven llamada Tamar. Pero Er muere sin dejar descendencia. Según las leyes del levirato, Onán deberá desposar a Tamar y con su primer hijo perpetuar el nombre del hermano muerto. Pero Onán se niega a hacerlo. Onán muere, y el texto da a entender que también Er había cometido onanismo.
Yehudá tiene dos opciones. Una es casar a Tamar con Shela; la otra es liberarla para que pueda casarse fuera de la familia. Yehudá elige una tercera, perversa opción. “Dijo Yehudá a su nuera Tamar: Vuelve como viuda a la casa de tu padre hasta que crezca mi hijo Shela (pues se dijo: no sea que muera también él como sus hermanos)”. Queda claro que Yehudá no piensa entregar a su hijo menor. Está condenando a Tamar a no ser madre, dejándola “aguná”, anclada a la familia de un esposo inexistente.
El tiempo pasa, Shela crece y Tamar sigue esperando. Pero un día, Yehudá sale a esquilar las ovejas. Tamar sabe que su suegro pasará por un cruce de caminos cercano, es una oportunidad que no puede perder. “…Se quitó las ropas de su viudez, se cubrió con un velo y se vistió y se sentó en la encrucijada…”. Yehudá la ve, la toma por ramera y solicita sus servicios. Ella pide un cabrito como paga pero exige una prenda en garantía: “Tu sello, tu cordón y tu callado”: sus señas de identidad.
Pasan tres meses y Yehudá es informado del embarazo de Tamar. Sin pensarlo un minuto, Yehudá ordena: “Sacadla y que sea quemada”. Tamar envía un mensajero con el siguiente recado: “Del dueño de estas cosas estoy encinta. Reconoce a quién pertenecen este sello, este cordón y este callado”. Tamar no lo humilla con una denuncia pública y deja la decisión en sus manos: él podría no reconocer sus pertenencias y ella moriría con su hijo y con el secreto.
Pero Yehudá se redime de todos sus errores. Reconoce y dice: “Tzadká mimeni”, ella es más justa que yo, porque no le di a mi hijo Shela como esposo”. De esta unión de Tamar con Yehudá nacen mellizos, Péretz y Zéraj. De Péretz provendrá Boaz, el bisabuelo del rey David, antepasado del Mesías. Lo interesante es que la esposa de Boaz, bisabuela del rey David, es Rut la moabita. Su origen se remonta a la destrucción de Sodoma y a los únicos sobrevivientes, Lot y sus dos hijas. Refugiados en una cueva, la hija mayor de Lot, creyendo que la humanidad desapareció y no quedan más hombres en el mundo, emborracha a su padre y se acuesta con él, engendrando a Moab, padre de los moabitas.
Un primer mensaje es que para nosotros, no solamente el Mesías no es hijo de madre virgen, sino que proviene de relaciones seudo-incestuosas por ambos bisabuelos. No hay que ser perfecto para traer la redención al mundo, cualquiera puede hacerlo. No importa de quién procedes, solo importan tus acciones.
El segundo mensaje de esta historia: los judíos somos descendientes de Yehudá, un hombre que se equivocó pero supo reconocer sus faltas, pedir perdón, reparar y no volver a equivocarse. Supo hacer teshuvá, pues no se trata de no fallar, sino de superar el error. Pero hay algo más. Al nacer su cuarto hijo, Lea dice: “Esta vez agradeceré a D´s” y lo llama Yehudá, gratitud. Ser judío es intentar siempre mejorar y ser agradecido por todo. Una buena forma de mejorar el mundo.
Por Gachi Waingortin.
La palabra israelita
amo a Israel por qué como portadores de la fe en Cristo, sabemos que ellos son nuestras raíces.